viernes, 25 de enero de 2008

El otro día estuve bebiendo y riéndome de huevadas con Murcy y la Paulina, dos de mis tres mejores amigos del colegio. Da gusto comprobar la teoría de que la gente, pase lo que pase y haga lo que haga, no cambia. A lo más son versiones más lateras y un poco menos endebles de sí mismos en 1999, gran año. No vivimos en peligro pero fue un gran año y el repaso de temporada de rigor me lo comprobó. Al final juntarte con gente que no ves hace tiempo es como ver un episodio de una sitcom grabado en un VHS que encontraste en el fondo de una caja en el garage después de cambiarte de casa por primera vez en 15 años: rancio, sobreestimado y delatador de tu ingenuidad pasada, pero un placer. Mucho rato recordando las catchphrases de la mayoría de la gente del curso, esos cabros que ahora son, en su mayoría, madres amorosas, respetables estudiantes de postgrado o promesas de la agricultura de la Novena Región.
No pasaron ni cuatro horas de terminar eso cuando estaba, con cara de sueño y la misma polera de hace tres días, en una reunión con la gerenta general del grupo radial en el que por ahora trabajo, intentando despertar a punta de cafés microscópicos bien cargados. Sucedió que el director de prensa, un tipo despeinado de lentes y cara de genio loco, renunció y el ascendido para ocupar su puesto es quien era lo más parecido a un jefe mío. Debería haber dicho algo cuando la mina pidió la palabra y, cual curso de colegio en el que nadie sabe la respuesta, pasaron cuarenta fardos de paja antes que algún impetuoso se tomara la palabra con las típicas frases de buena crianza que se dicen cuando alguien se va y otro alguien es ascendido. Yo tenía ganas de pararme y dar un discurso del tipo: "bueno, esto es un cambio, y los cambios son esencialmente maravillosos. Viva el cambio, como decía el candidato. Los cambios son oportunidades y siempre son para mejor. Si no me creen, mírenme a mí. En 1999 era un saco de hueas que creía que entrar a periodismo era un buen objetivo de vida, una forma de cambiar su entorno, de aprender cosas todos los días, de acercarse cada minuto más a la vida soñada que no sabía muy bien de qué se trataba pero sí que estaba por allá. Pero a los tres años estaba creando un blog con el título 'no quiero ser periodista'. Un tiempo quise ser escritor o algo peor. Calma, me duró poco, todos pensamos tonteras cuando pendejos. Después me interesó el cine pero rápidamente odié el inseparable snobismo que lo rodea. Y de repente, sin darme mucha cuenta de cómo y cuándo, termine aquí, con gente como ustedes, sentado en esta mesa, tomándome este café, mirando hacia afuera y encontrando bonitos los palacetes blancos del barrio. Y todo ha sido para mejor. No hay nada que temer. Sólo queda seguir esperando que las cosas cambien, que los mundos se derrumben para armar otros nuevos, irse a la mierda para volver y tener algo que contar. La otra opción es jubilar acá y recibir mi cajita de mercadería todas las Navidades para consumirla solo antes de la fecha de vencimiento y no, gracias, no me tinca". No puedo esperar aplausos después de tamaño arrebato de reafirmación de personalidad digno de un escolar, pero la única forma de que la gente aprenda cosas -me incluyo- es contándole historias. Pero el trasnoche, el alcohol y las ganas de contarlas no son una buena tripleta. Seré pendejo, pero nunca tanto como para tragarme el mito de Bukowski.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

the new old school life.

Unknown dijo...

no escribiste sobre el sanguche del guaton. no podis no escribir sobre el guaton.